
NARBAIZA


mi amiga Nahia y yo en las fiestas de Narbaiza
Mi existencia siempre ha pendulado entre extremos. Demasiado de ciudad para ser de pueblo. Muy de pueblo para ser de ciudad. Y así, conseguí construirme en este ser abyecto que renunció a los dos, mientras los abrazaba. Defiendo que las dicotomías son falsas, y que nada es blanco o negro, pero pese a saber que no debo anclarme a ninguna y que en verdad son concepciones difusas, no paro de hacer distinciones entre campo y ciudad.
Quien haya pasado más de dos minutos de conversación conmigo sabe que adoro quejarme, y que de partida suelo estar en contra de todo. Así, estoy especialmente en contra de Madrid. Pero solo cuando vivo allí. Cuando puedo pasearme por calles llenas de bares y bullicio, hacer la compra un domingo o volver un sábado noche en transporte público. Nada se me ofrece mejor que el pueblo en esos momentos. Por el contrario, cuando estoy con mis amigas del pueblo en el bar de siempre, tomando lo de siempre con la gente de siempre, y me preguntan horrorizadas sobre Madrid, me veo en la necesidad de decir que, aunque haya mucho estrés y sea muy grande, Madrid es maravillosa, divertidísima y que estoy muy contenta. Todavía no he llegado a tener que defender la libertad.
Me siento como un cuentacuentos cuando hablo de Madrid con mis amigas. Aderezo personajes estrafalarios que una se encuentra por Malasaña con algo de exageración, y mis amigas se quedan boquiabiertas ante la sucesión de peinados, atuendos y comportamientos de la ciudad. A su vez, en Madrid relato nuestras peripecias en el pueblo, la infancia de niños asalvajados, tradiciones del pueblo, o simplemente el número de habitantes. Esta última suele ser infalible para la sorpresa, “¡Cien personas! ¿Y teníais colegio?”, y es entonces cuando debes explicar que los servicios públicos operan por comarca y que nos desplazábamos al pueblo grande (5000 habitantes) para socializar. Me resulta divertidísimo jugar con la doble faceta que me otorga no pertenecer a ningún lugar en concreto, y exagerar las vivencias y tópicos de ambas.
No obstante, pese a vivir en una ciudad y proyectarme haciéndolo durante largo rato-no en Madrid- mi familia sigue viviendo en el pueblo, y mi espacio seguro y una de mis casas sigue siendo esa. No porque tenga muchas, sino porque he vivido en más de una y considero tener más de un hogar. Tengo sentimientos encontrados respecto a esto, porque siempre anhelo unas vacaciones en casa pero nunca quiero volver a vivir allí. Y, aun así, siempre que tengo oportunidad de elegir un tema de investigación vuelvo a la ruralidad, al pueblo, a la falta de servicios.
Llevo más de un año intentando desenmarañar un nudo que ni siquiera sabía que tenía. Un nudo que me he encontrado a medida que investigaba y me sumergía en el tema. Reconocer una inquietud general, e ir desgranándola y extendiéndola mientras quitas arrugas es esclarecedor. Esclarecedor en el sentido de que ni siquiera intuía que pudiese entender el pueblo desde una nostalgia urbana. Y lo hacía. Y esa posición me lleva a ser crítica conmigo misma y poner en duda ese anhelo. Este trabajo me supone conflictos internos, pero a la vez externos, porque pongo en duda muchos sucesos que no se cuestionan. Me tranquiliza saber que el dominio de la web es lo suficientemente enrevesado como para que alguien pudiese encontrarlo. No quiero ser yo quien se enfrente a ciertos señores que entienden el bosque comunal como vertedero particular.
Poder relatar el pueblo desde el pueblo, con extrañeza, es en cierta manera el lugar que siempre me ha pertenecido sin saberlo. Nunca he podido contestar a la pregunta “y tú, ¿de quién eres?”, porque eso requiere una antigüedad de al menos tres generaciones en el lugar, y yo solo soy la hija mayor de una pareja de pijippies que se mudó a una casa antigua y la fue reformando a medida que criaba a tres hijas. Por eso, soy un poco extraña en mi propio pueblo.
Mis padres se integraron rápido, y nadie los considera extraños en este pueblo que a su vez recoge muchos casos como el mío. Digamos que existen dos grandes grupos en la aldea: quienes vinieron a vivir con 30 años pero tienen trabajos fuera, y quienes han nacido aquí, viven del primer sector y seguirán viviendo aquí. Todos vivimos juntos, pero las diferencias son evidentes. ‘Los de fuera’ constituyen una especie de amenaza silenciosa para quienes pueden remontarse a sus infinitos apellidos toponímicos locales. Una diputada del PP alavés dijo una vez que todos los guipuzcoanos venidos a vivir a Álava-que no son pocos porque la sede del Gobierno Vasco está en Vitoria- eran morralla. En otra ocasión, cuando en un concejo se discutió la posibilidad de reformar el parque del pueblo porque algún niño iba a salir accidentado de aquel despropósito de hierros oxidados, varios vecinos se quejaron de que gente de otros pueblos vendría a disfrutar de nuestro parque.
Por el contrario, cada domingo le corresponde a una casa responsabilizarse de subir al campanario para que las campanas suenen a las 12, y no se discute. También es obligatorio acudir a las tres veredas anuales para adecentar el pueblo, y las multas son altas en caso de no colaborar. Uno de mis vecinos me cocinó galletas cuando pasé un mes ingresada durante el confinamiento. Otro, que tenía la suerte de trabajar en el monte, nos traía hongos lavados a casa. Yo le llevo vainas de la huerta a mi vecina que por su edad ya no ha podido poner una este año. Mis padres le encargan a otra vecina que riegue las flores del balcón cuando nos vamos de vacaciones. Otra viene a asegurarse de que el gato tiene suficiente comida. Otra vecina unos años mayor que yo me prestó toda la saga de Harry Potter cuando tenía 8 años, y he heredado ropa al por mayor de la nieta de la señora a la que le llevo vainas, a quien comprábamos huevos antes. Esta lista podría seguir sin parar, pero no quiero caer en la romantización de unos cuidados comunitarios a los que todos deberíamos de tener acceso, tanto en Narbaiza como en Aluche.

